Ayer, Hoy y Siempre

Padre Hugo Segovia
Por Padre Hugo Segovia.

PADRE HUGO SEGOVIA

Don de Dios a los hombres

Veinticinco años han pasado del fallecimiento del cardenal Eduardo Francisco Pironio, el 5 de febrero de 1998.
Es justo que recuerde aunque sea a grandes rasgos mi relación con esa figura cuya beatificación pedimos en nuestras oraciones con la certeza de que como lo he dicho en anteriores columnas era un hombre que nos hacía tocar a Dios como decía un gran pastor del siglo XX, el cardenal Mercier de Don Columba Marmion después de cada confesión con ese gran maestro de vida espiritual en Lovaina.
Creo que siempre la figura y la palabra de Pironio era una epifanía que no dejaba indiferentes a los que se acercaban a él como a los que él acudía.
Es un deber recorrer las etapas de una relación que no exagero si la califico de decisión aunque nunca estuve directamente a su servicio.
Empezar por los tiempos del seminario de La Plata del cual él había egresado. Lo veíamos pasar mientras estábamos en clase cuando iba y llegaba desde su diócesis de Mercedes.
Siendo en aquellos tiempos un lugar importante que dejó su huella en la cultura del país y de donde surgieron experiencias pastorales tan importantes como las publicaciones de Sapientia, notas de pastoral jocista y Revista de Teología por citar algunas sin olvidar que allí nació la Biblia platense gracias a la sabiduría de monseñor Straubinger.
Pironio pertenecía a la diócesis de Mercedes y tenía su trabajo en la Curia y en el seminario del lugar.

Un rico tiempo eclesial

Cuando monseñor Derisi lo veía llegar se alegraba y decía: “cómo me gustaría ser obispo para ponerle las manos en su consagración”.
Es una señal de la importancia que su personalidad tenía en aquel tiempo.
Yo entré en relación con él sobre todo cuando acompañó a un joven sacerdote de Bahía Blanca, el Padre Silverio Rosso, al que Pironio había conocido en Roma. Murió muy joven, a los 30 años y dejó una huella profunda en la Iglesia. Cuando llegaron los últimos días a causa de su enfermedad, Pironio viajó a Bahía Blanca para acompañarlo y allí conoció a mi mamá que acompañaba en la clínica a la mamá del Padre y allí conversando descubrieron que cumplían años el mismo día, el 3 de diciembre. Pironio no olvidó el dato y muchas veces ese día llegaba a mi mamá su saludo: reflejo de su manera de asumir la relación con la gente, siempre cálida y fraternal.
Yo había escrito un artículo destacando la figura del Padre Rosso y se lo mandé a Pironio que ya entonces había asumido el rectorado del seminario de Buenos Aires donde si bien pocos fueron los años llevó a cabo un trabajo que marcó todo un estilo en esa institución.
Pironio envió el artículo a la revista “Vida Pastoral” y yo lo considero uno de mis primeros intentos en esta experiencia que se da aquí con la columna semanal.
Leíamos con fricción sus escritos y también su participación en el Congreso Mariano que se celebró en Buenos Aires donde mostraba un estilo propio que tanto iba a iluminar la vida de la Iglesia.

Las manos entrelazadas

Vino el concilio y Pironio fue elegido perito junto con el Padre Jorge Mejía. En plena época conciliar, en 1964.
Fue elegido obispo auxiliar de La Plata y en ese carácter hacer visible la imagen de un pastor y un maestro no desde la aridez de una estructura conceptual sino en la búsqueda apasionada del Señor.
En 1968 en el marco de la II Conferencia del episcopado latinoamericano de Medellín comenzó su misión en el C.E.L.A.M que iba a ser tan importante. En Bogotá Pablo VI dio fuerza a lo que podríamos llamar la hora de América Latina y muchos hablan del encuentro de Pironio con él, dos hombres destinados a promover un rico tiempo eclesial.
En Medellín Pironio habló de la interpretación teológica de los signos de los tiempos en el continente, un texto de singular grandeza.
De su episcopado marplatense he hablado. Sólo diré que en un lapso breve (mayo 1972 a septiembre 1979) se consolidó un tiempo imborrable alimentado por la persona y la palabra del obispo: en 1976 al llegar a Miramar se recordaba que su última misa la había celebrado aquí en la fiesta de San Andrés pocas horas antes de su partida a Roma.
He contado lo que viví en Bahía Blanca el 24 de setiembre de 1975, también su visita a Miramar después de los conclaves de 1978 y lo que vivi en Roma en el tiempo del Sínodo para América en 1997 y la despedida el 23 de diciembre de 1997, treinta y tres días antes de su partida.
De esa fecha siento siempre el calor de sus manos entrelazadas con las mías rezando el Ave María. Ellas marcaban, en forma invisible pero real, un camino: el del amor que se desborda en el amor a los hermanos.